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Cooperar en Darfur

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(Para Revista Pueblos)

Cooperar en Darfur (Sudán) no es hacerlo en cualquier sitio. Cuando la cooperación al desarrollo, la ayuda humanitaria o los programas de construcción de paz se llevan a cabo en una zona tan conflictiva como esta, aspectos como la sostenibilidad, la permanencia o la viabilidad quedan a expensas de variables que ninguno de los actores presentes en ese contexto puede controlar en su totalidad.

El conflicto de Darfur es un claro ejemplo de la pluralidad de causas que dan origen a un enfrentamiento armado. En ellas se mezclan la marginación económica y política de la población local, la competencia por los recursos naturales entre los grupos que habitan la región (árabes-negroafricanos, nómadas-sedentarios, agricultores-ganaderos) y el choque ideológico que prima a los árabes sobre las etnias denominadas africanas.

La situación de inseguridad y violencia en Darfur es alargada en el tiempo. La región –situada en la parte occidental de Sudán y con una superficie comparable a la de España- se ha visto influenciada de forma continua por los conflictos del vecino Chad, por la cruzada panarabista de Gadafi y por las desestabilizadoras dinámicas regionales en general. Aunque el inicio del conflicto se marca habitualmente en 2003 –cuando pasa a ocupar más espacio mediático a raíz de los bombardeos por parte del gobierno de Jartum- la región lleva en situación de conflicto ya desde los años ochenta del pasado siglo. El conflicto armado, las tensiones con milicias y gobierno chadianos y la despreocupación gubernamental han sumido a sus habitantes en unos niveles de pobreza e inseguridad alarmantes, hasta el punto de ser definida en 2003 como «la peor crisis humanitaria» -hasta que llegó el Tsunami en 2004-. Además de compartir los negativos datos que definen en su conjunto a Sudán -con algo más del 40% de la población viviendo por debajo el umbral de la pobreza-, en Darfur hay que añadir la sistemática falta de inversión, la ausencia de una mínima base industrial y una acusada degradación medioambiental que la convieten, en resumen, en la zona menos desarrollada de todo Sudán.

A finales de 2004 casi 200.000 sudaneses habían huido a través de la frontera de Chad y 1,6 millones de personas se convirtieron en desplazados internos en Darfur. Según datos de principios de 2009, unas 300.000 personas habían sido asesinadas como consecuencia del conflicto y 4,7 millones dependían de la ayuda humanitaria -sólo en Darfur-, de las cuales 2,7 millones habían tenido que abandonar sus hogares. Se trata de unas cifras que completan un panorama nacional en el que se estima que hay hay 6,5 millones de personas que necesitan asistencia humanitaria para sobrevivir.

En términos políticos, el conflicto se ha desarrollado bajo el mandato de Omar Al Bashir -convertido en presidente a través de un golpe de Estado en 1989 y que acaba de revalidar su poder con las primeras elecciones celebradas desde 1986, en las que ha obtenido el 68% de los votos, según la Comisión Electoral del país-. Sobre Bashir, no lo olvidemos, recae una acusación formal de la Corte Penal Internacional (CPI) por crímenes de guerra y contra la humanidad; precisamente por su implicación directa en el conflicto de Darfur. Desde su posición de poder, Bashir se ha mostrado crecientemente opuesto a las acciones y organizaciones humanitarias.

El gobierno de Sudán ha buscado siempre minimizar las crisis y conflictos que vive su país -no sólo la que afecta a Darfur, sino también la que durante más de veinte años ha enfrentado al norte y al sur de Sudán-, a través de su evidente control tanto de los medios de comunicación como de la actividad de las organizaciones que operan en él. Con este objetivo, ha procurado siempre ir restando margen de maniobra a las entidades humanitarias internacionales en pro de las nacionales, más fáciles estas últimas de manejar; no necesariamente porque no sean críticas con el gobierno de Bashir, o menos capaces que las internacionales, sino segura y principalmente por el extendido sentimiento de que uno no debe morder la mano que le da de comer.

En marzo del pasado año, por ejemplo, al conocerse la decisión de la CPI de lanzar la orden de arresto internacional contra el presidente sudanés, a éste no se le ocurrió otra cosa que expulsar a 13 organizaciones humanitarias internacionales que trabajaban en el territorio sudanés. ¿La razón?: en palabras del propio Bashir, estas organizaciones eran algo así como «espías» que habían jugado en contra del gobierno durante la investigación de la Corte Penal Internacional. ¿El resultado?: en palabras de la portavoz de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU, más de un millón de personas sin comida y un millón y medio sin atención médica.

Posteriormente la decisión fue parcialmente revocada. De ese modo, mientras que algunas organizaciones -como Oxfam-Gran Bretaña y las delegaciones francesa y holandesa de Médicos Sin Fronteras (MSF)- se quedaron sin permiso para trabajar en Sudán, otras -como Oxfam-América, las secciones española, belga y suiza de MSF y algunas agencias de las Naciones Unidas- han podido seguir activas en el país.

El mayor impacto de esta decisión contra las ONG ha sido -como señalaba Alun McDonald (Oxfam Internacional)- que las asociaciones que han quedado en la zona han tenido que desviar sus programas de desarrollo a largo plazo, como por ejemplo los educativos, en favor de programas de ayuda de emergencia, al mantenerse la violencia en la zona y reducirse el número de organizaciones presentes, para poder atender así las necesidades más urgentes. Todo esto en una región en la que, debido al conflicto y a los cambios demográficos, millones de personas se han quedado asentadas en refugios improvisados, lo que deriva en una imperiosa necesidad para construir infraestructuras básicas, sin olvidar los proyectos a largo plazo, especialmente los educativos y de salud.

La actitud del gobierno de Bashir, utilizando los permisos para las ONG como moneda de cambio o elemento de chantaje, hace que esté siendo casi imposible invertir en esta región con una perspectiva de futuro, preventiva o que simplemente avance y contribuya a la construcción de una paz y estabilidad duradera. Por otro lado, la inseguridad para los trabajadores humanitarios es una constante en el trabajo, mientras se incrementan los secuestros y ataques directos a sus instalaciones y personal, que ha hecho que muchas organizaciones reduzcan su presencia de manera voluntaria.

La realidad es que, hoy por hoy, las posibilidades de trabajo en Darfur se reducen al ámbito puramente humanitario en el campo de la respuesta de emergencia. Por muy necesarias que sean estas actividades, queda claro que no se dan las condiciones para abordar proyectos de mayor alcance.

A pesar de que en los últimos años ha «descendido» la violencia en la zona, los ataques contra personal humanitario, civiles y fuerzas de Naciones Unidas siguen siendo habituales. Sin ir más lejos durante las elecciones presidenciales celebradas del 11 al 15 de abril, los observadores europeos abandonaron Darfur por la «imposibilidad de efectuar su labor en la zona» y el pasado 23 de abril un enfrentamiento entre el ejército del Sur de Sudán y las tribus darfuríes árabes se saldó con 58 muertos y 85 heridos, obligando a interrumpir el suministro de ayuda humanitaria en una de las zonas montañosas de Darfur.

Es así como política y asistencia humanitaria, acaban entrelazándose, en perjuicio de las víctimas de un conflicto que no tiene visos de solución a corto plazo. Tanto las milicias como el propio ejército toman, demasiado a menudo, a los trabajadores humanitarios y cooperantes como enemigos, como elementos molestos que trabajan a favor de una población que los primeros prefieren mantener sometida a sus dictados. La inseguridad hace que las organizaciones se planteen su presencia, los ataques contra los trabajadores hacen que éstos se replanteen también si compensa trabajar en ese terreno o si no será mejor ayudar a los darfuríes desde la sede central de su ONG. Básicamente, tanto la organización como el trabajador expatriado pueden acabar hartos de verse envueltos en una dinámica de violencia que no es la suya, en unas condiciones en las que resulta muy difícil mantener los principios de neutralidad e independencia en la asistencia humanitaria, y mientras aumentan las posibilidades de sufrir violaciones, secuestros y ataques de todo tipo.

Nos queda por ver qué pasará a partir de ahora en Sudán. La previsión inicial es que se celebre el próximo mes de enero el referéndum que debe determinar si el país se mantiene unido o si se produce la independencia de la región sur. Si esto último ocurre, algunos pronostican el fin del conflicto histórico entre el norte y el sur. Otros, por el contrario, sostienen que Bashir no permitirá de modo alguno que el sur -donde se ubican los principales yacimientos petrolíferos de Sudán- pase a otras manos, por lo que anuncian una vuelta a la guerra abierta. Mientras se despeja esa duda, es difícil imaginar que Bashir vaya a modificar su comportamiento con la población de Darfur y con los trabajadores humanitarios y las organizaciones de desarrollo que allí pretenden seguir trabajando.

En esas circunstancias, cabe suponer que la CPI mantenga su orden de arresto contra un presidente reforzado en su poder desde Jartum. Por su parte, no cabe esperar que los gobiernos que apoyan a la CPI vayan a mover un dedo para evitar la expulsión de las organizaciones humanitarias. De nuevo asistimos a un ejercicio de indignación formal de representantes de la ONU y presidentes y ministros de exteriores europeos. De nuevo también asistimos a la decepción de que esa indignación no vaya acompañada de ningún tipo de sanción al gobierno de Omar Al Bashir. De nuevo nos hacemos la misma pregunta, ¿de qué sirve una condena internacional si no va acompañada de sanciones de ningún tipo? ¿De verdad pensamos que al presidente sudanés le importa no poder pisar Europa o Estados Unidos?

La historia se repite demasiadas veces: condenas formales de castigo aplicado contra civiles -como en el caso del bloqueo israelí a Gaza-, mientras se sigue comerciando con el mismo gobierno que condenamos. Como siempre, asistimos al castigo fácil, contra quien no tiene cómo defenderse y no ha tomado ninguna decisión; porque si castigamos a los gobiernos de esos países nos castigamos a nosotros mismos al invalidar acuerdos comerciales o diplomáticos, castigaríamos nuestra cartera –algo impensable-… Mejor castigar a quienes siempre lo han estado, a los nadies -como les llama Galeano-, de Darfur en este caso.

Artículo publicado en el nº42 de la revista Pueblos

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