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El conflicto de Costa de Marfil y sus desafíos

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La muerte de nueve soldados franceses el pasado 6 de noviembre en Bouaké, bastión rebelde, como consecuencia de lo que parece haber sido un ataque premeditado de las fuerzas aéreas gubernamentales, abre una nueva etapa en el conflicto de Costa de Marfil. Sólo dos días antes, las fuerzas gubernamentales habían atacado posiciones rebeldes, violando el cese de hostilidades establecido en los acuerdos de «Linas-Marcoussis» (Ene-2003). Según la versión oficial francesa, las tropas de la operación Licorne no reaccionaron ante dicha violación por falta de precisión del mandato de la ONU (el cual fue modificado el mismo día 6). Dicha operación cuenta actualmente con 5.000 efectivos y tiene como objetivo supervisar el referido cese de hostilidades, bajo el mando de la ONUCI (Operación de Naciones Unidas en Costa de Marfil).

La reacción francesa, destruyendo la fuerza aérea marfileña, provocó un enfrentamiento en la capital, Abiyán, con las bandas de «Jóvenes Patriotas» (con un saldo de, al menos, 60 muertos del lado marfileño) y una generalizada «caza al blanco» por parte de éstas, con la consiguiente evacuación de varios miles de europeos (la gran mayoría, unos 7.000, franceses). La Resolución 1572, de 15 de noviembre de 2004, del Consejo General de la ONU, de inspiración francesa, impone un embargo sobre la venta de armas a Costa de Marfil. Dicha resolución- respaldada plenamente por los seis Estados africanos reunidos en una cumbre extraordinaria de la Unión Africana en Abuja (Nigeria)- es la urgente respuesta de la comunidad internacional ante una situación cuyo deterioro tendría consecuencias desastrosas, con importantes implicaciones regionales.

Los actores del conflicto

Costa de Marfil no ha dejado de sangrar desde el golpe de Estado, el 24 de diciembre de 1999, del general norteño Robert Gueï contra el presidente Henri Konan Bedié, líder del Partido Democrático de Costa de Marfil (PDCI) y «delfín» del padre de la independencia marfileña, Félix Houphouët-Boigny (fallecido en diciembre de 1993). Bedié espoleó, a partir de 1994, los ánimos nacionalistas mediante la formulación del concepto de «marfilidad» («ivoirité»), cuyo fin más inmediato era impedir la candidatura a la presidencia de la República de su rival más directo, Alassane Outtara, líder de la Reagrupación de los Republicanos (RDR). Nacido en Burkina-Faso, musulmán y del norte, y bien visto por París, Outtara había sido primer ministro desde 1990 a 1993.
Pese a que Outtara estaba supuestamente detrás del golpe de Gueï, este último culminó la acción de Bédié mediante una reforma constitucional por la que se exige, para ser candidato a presidente de la República, que tanto el padre como lo madre sean marfileños de origen, requisito que no cumple Ouattara.

En octubre de 2000, y tras el exilio forzado del general golpista, el actual presidente Laurent Gbagbo, líder del Frente Popular Marfileño (FPI), se proclamó vencedor de unas elecciones en las que previamente habían sido descartados 14 candidatos (de un total de 19), entre ellos el ex presidente Bédie y Alassane Ouattara.

La guerra civil tomó forma a partir de septiembre de 2002, tras la rebelión lanzada en el norte del país por una serie de jóvenes oficiales marfileños que, sometidos a detención y torturas durante el régimen de Gueï, desertaron y fueron acogidos en Burkina-Faso. Bajo la denominación de Movimiento Patriótico de Costa de Marfil (el MPCI, liderado por Guillaume Soro, es una amalgama de soldados afectados por purgas militares bajo el régimen de Gbagbo, milicianos de Burkina-Faso y Malí, voluntarios del norte, opositores de la RDR …), los rebeldes se hicieron con el control de la mayor parte del norte del país en unas semanas. Dos meses después de la rebelión se abrió un nuevo frente en el oeste, surgiendo dos nuevas facciones rebeldes: el Movimiento por la Justicia y la Paz (MJP) y el Movimiento Popular Marfileño del Gran Oeste (MPIGO), este último compuesto en gran parte por mercenarios de Liberia y de Sierra Leona. Los tres grupos rebeldes referidos, cuya declarada finalidad es terminar con la discriminación y hegemonía política del sur, se unieron posteriormente bajo las actuales Fuerzas Nuevas (consideradas por el FPI de Gbagbo como un complot entre su dirigente, Guillaume Soro, y Alassane Outtara). Las Fuerzas Nuevas rebeldes se retiraron del gobierno de reconciliación nacional en septiembre de 2003, acusando al presidente Gbagbo de no tener ninguna intención de cumplir los acuerdos de paz.

Ante un previsible retorno de las hostilidades entre los dos bandos, los esfuerzos de la ONU, la Unión Africana (UA) y la Comunidad Económica de Estados de África del Oeste dieron como resultado los acuerdos denominados Accra III (Jul-2004).

De la «Suiza africana» a la guerra civil

Los indicadores de alarma, parpadeando desde hace años, revelan que los fundamentos tanto políticos como económicos y sociales de la considerada antaño «Suiza africana»- modelo de desarrollo, de integración comunitaria y de cooperación con Francia- tenían un frágil asidero. La discriminación étnica se ha venido configurando como el eje social vertebrador del gobierno, el ejército, el aparato judicial y el mercado de trabajo. Tanto Bédié (de etnia baulé) y Gueï como el actual presidente Gbagbo (de etnia bété) han explotado con fines políticos el concepto de «marfilidad», entendido sobre todo como una pertenencia al Sur.

Dichos políticos y sus huestes han contribuido a exacerbar un nacionalismo que ha derivado hacia la xenofobia y a agrandar la fractura social entre el Sur (compuesto en su mayoría por las etnias bété y baulé, cristiano y animista, y dotado de recursos pesqueros y forestales) y el Norte (de mayoría diula- denominación genérica-, musulmán, mucho menos desarrollado y con un 40% de habitantes de origen extranjero). De una población total de 16 millones, se estima que el 23% de sus habitantes, y el 32,7% de su población activa, es de origen extranjero.

En los momentos actuales no escasean los nostálgicos que recuerdan el régimen de Houphet-Boigny como un modelo de estabilidad regional y étnica, al que se incorporó a los extranjeros del norte (principalmente burkinabeses y malienses, aunque también originarios de Guinea y Níger) como mano de obra esencial para el desarrollo del país, otorgando la nacionalidad a muchos de ellos. No obstante, no es menos cierto que el régimen del que fue fiel peón de Francia se asentó, sobre todo en sus inicios, sobre una violencia coactiva de primer orden, imponiendo la supremacía política tanto de su etnia (baulé, subgrupo perteneciente a la etnia akan) como de su religión (la cristiana) sobre la musulmana, siendo esta última mayoritaria en el país.
El historiador Tiemoko Coulibaly opina que la polémica sobre la «marfilidad» es otro episodio más de la dominación de las elites del sur del país y señala, por otra parte, que la denegación de la nacionalidad a varios millones de extranjeros del norte (pese a que es un derecho que ya en la primera Constitución se reconoce a partir de los cinco años de residencia) es una referencia clave de la crisis estatal.

En el ámbito económico, Costa de Marfil ha estado configurada, para no ser una excepción, por las directrices de la ex potencia colonizadora y, posteriormente, por los programas de las instituciones internacionales. La política colonial, regida por un afán de lucro sin concesiones y marcada por la implantación del monocultivo (cuando el país alcanzó su independencia, en 1960, el 82% de la actividad económica dependía del café y el cacao), redundó en grandes beneficios para la metrópolis francesa, previa imposición de un marco legal a la medida, del cual participaban únicamente las elites locales. La evolución de los precios de las materias primas (entre 1970 y 2001 el precio del cacao- del que Costa de Marfil es el primer productor mundial- descendió de 2,40 a 1,11 €/kilo y el del café arábica de 4,09 a 1,42€/kilo), la sujeción a las injustas reglas del comercio internacional y las exigencias liberalizadoras de las instituciones de Breton Woods (que a principios de los noventa ponen fin al sistema de precios asegurados para el cacao), han contribuido a empeorar la economía nacional.

La radicalización política referida y una situación económica en deterioro tuvieron un claro exponente en el enfrentamiento que tuvo lugar en el norte del país, a finales de 1999, entre campesinos, la mayoría burkinabeses, y marfileños del sur. Estos últimos, muchos de ellos funcionarios afectados por la crisis económica y los planes de ajuste estructural, volvieron a sus aldeas de origen y, por entender que pertenecían a sus ancestros, reclamaron a los campesinos las tierras que éstos venían cultivando desde hacía décadas. El suceso, uno de tantos preludios del conflicto en ciernes, se saldó con la huída de miles de burkinabeses hacia su país de origen.
Este negativo panorama se concreta en los datos del Índice de Desarrollo Humano elaborados por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. En 2004 Costa de Marfil se sitúa en el puesto 163 (de un total de 177), con una esperanza de vida de 41 años (para el período 2000-2005) y un 50,4% de la población sobreviviendo con menos de 2 dólares diarios (período 1990-2002).

Otros aspectos de la crisis

El cuadro lo completan unos partidos políticos con un perfil cada vez más regionalista y étnico y unos medios de comunicación que han oscilado entre propagar los rumores y acusaciones entre bandos y la incitación directa al odio (bajo la funesta sombra de la ruandesa radio «Mil Colinas»). El expolio y la corrupción (Bruselas congeló sus programas de cooperación durante buena parte del periodo de Bedié) han contribuido, asimismo, a que la deuda externa supere los 17.000 millones de dólares.

Las purgas y discriminaciones por razones étnicas en las fuerzas armadas están también en el origen de la crisis. Es especialmente relevante la incorporación a las mismas, a partir de 2002, de varias decenas de miles de jóvenes de mayoría bété (cuyo número podría superar el de soldados del propio ejército nacional o de los rebeldes de las Fuerzas Nuevas), muchos de ellos radicales y sin obediencia alguna a sus superiores. La radicalización de estos jóvenes se suma a la de las ya citadas bandas de «Jóvenes Patriotas» espoleadas por el gobierno y que han actuado impunemente y en connivencia con las fuerzas armadas (no exentas éstas, a su vez, de fuertes disensiones internas).

Otro de los indicadores más negativos ha sido el alto índice de violencia registrado desde el golpe de Estado de 1999 (y, sobre todo, desde las elecciones de octubre de 2000). Tras dichos comicios se incrementó la represión de manifestaciones de la oposición, con numerosas víctimas mortales, las ejecuciones extrajudiciales y las matanzas, siendo la mayoría de las víctimas de la RDR liderada por Outtara.

Un informe de Human Rights Watch, de octubre de 2004, recoge los crímenes perpetrados por todos los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, así como por las milicias pro-gubernamentales y las diversas facciones rebeldes, y la flagrante impunidad que las han acompañado. Consciente de la dificultad de exigir responsabilidades en paralelo al proceso de paz, la citada organización precisa con firmeza la necesidad de ir avanzando en la lucha contra la impunidad, como una de las bazas fundamentales para progresar hacia una resolución del conflicto. La ONU, por su parte, ha elaborado tres informes sobre las violaciones de derechos humanos cometidas desde 1999, señalando en el segundo de ellos (Ago-2004) que la situación de los mismos «continúa siendo profundamente preocupante en todo el país».

No puede olvidarse que, en medio de la contienda, se encuentra una población civil que es objeto directo de crímenes y violencia (se cuenta por cientos las muertes de civiles, incluidas las resultantes de enfrentamientos entre las propias facciones rebeldes). La zona norte, dependiente en buena medida del sur en el suministro eléctrico, se encuentra además en un estado de práctico colapso, con los rebeldes convertidos, cada vez más, en grupos de aventureros que buscan su propio interés.

Francia y la comunidad internacional

Francia, que ha mantenido un perfil bajo en sus intervenciones en África desde las nefastas consecuencias de su operación Turquesa en Ruanda, se encuentra sometida a un fuego cruzado. Los rebeldes (imposibilitados de proseguir su avance hacia el sur) la acusan de partidismo, mientras que el gobierno denuncia su pasividad y su obstrucción (al entender que no acudió en su ayuda, incumpliendo el acuerdo militar que les vincula, y que le impidió recibir el apoyo de Nigeria y Angola).

Mirando hacia atrás hay que recordar que, siguiendo el principio de «ni injerencia ni indiferencia», enunciado en su día por Lionel Jospin, Francia apadrinó los acuerdos de paz de Linas-Marcoussis, que lograron un cese de las hostilidades al precio de poner en pie de igualdad a las partes en conflicto. La ex potencia colonial, que ha sido incapaz de desarrollar otros modelos de cooperación pese a conocer al dedillo la administración marfileña a través de la presencia de consejeros en todos los Ministerios, sigue teniendo importantes intereses económicos en el país (transporte, agua, electricidad, comunicaciones). Lo que en su momento pareció ser una auténtica descolonización económica llevada a cabo por el presidente Gbagbo, concediendo sectores como el cacao y el café a multinacionales americanas, se recondujo posteriormente, no sin haber establecido un claro precedente. EEUU, espectador en la sombra, acrecienta mientras tanto su incipiente influencia en el África francófona.

La etapa que ahora se abre, y en la que Francia apuesta por mantener sus tropas en el país, requiere del apoyo de toda la comunidad internacional, la cual debe exigir y velar por el cumplimiento de los acuerdos de Linas-Marcoussis y Accra III. El cumplimiento de la citada Resolución 1572 es ya de por sí un primer reto, considerando las posibilidades que tienen ambas partes de infringir el embargo de armas. Es preciso lograr, en esa línea, que las milicias progubernamentales y los rebeldes entreguen las armas y que el gobierno acometa las reformas jurídicas relativas a la ciudadanía de los emigrantes, a las condiciones de elegibilidad para el cargo de Presidente y a los derechos de uso de los terrenos agrícolas. En un plano más general, el gran desafío del conflicto de Costa de Marfil reside en el riesgo de un desbordamiento regional. En las dos últimas semanas cerca de 15.000 personas han huido del país, refugiándose en la fragilizada Liberia.

La actual situación debería convocar la máxima atención internacional. De momento, y bajo la mediación del presidente sudafricano Thabo Mbeki, se debería otorgar la máxima prioridad al objetivo de lograr un apaciguamiento de la crisis, a partir del cual los propios países africanos, en el marco de la UA, pudiesen establecer, con el apoyo de la comunidad internacional, los cauces adecuados para una salida de la crisis. Incluso más allá del propio caso marfileño, la labor que la UA pueda desarrollar en esta ocasión puede constituir una base fundamental para el futuro de una zona del planeta desolada por las guerras y los conflictos y sería, al mismo tiempo, un refuerzo esencial para el éxito de la Nueva Estrategia para el Desarrollo de África (NEPAD). Una vuelta a la guerra civil y una agudización del conflicto tendrían, por el contrario, efectos desestabilizadores y devastadores para toda la región.

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