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El conflicto del Sáhara: por qué empezó y por qué sigue sin resolverse

Los sucesivos gobiernos españoles han ido basculando desde un intento inicial de cumplir con la ONU, hasta la actual posición más promarroquí, aunque las apariencias puedan indicar lo contrario. EFE

Para ElDiario.es

Las tensiones actuales entre España y Marruecos tienen su origen en noviembre de 1975, cuando la extremadamente débil España franquista firmó con Marruecos y Mauritania el Acuerdo Tripartito de Madrid como resultado de una muy astuta jugada de Hasan II: la Marcha Verde. Dicho acuerdo cedía la administración temporal de la que hasta entonces había sido una provincia española más. Desde entonces, el conflicto del Sahara Occidental ha ido pasando por diversas etapas, sin que ninguna de las partes en disputa haya logrado aún hoy sus objetivos.

La ONU

Para la ONU –que ya en 1960 identificó ese territorio como sujeto a dominación colonial y, por tanto, reconoció su derecho a la autodeterminación– ha sido imposible implementar su idea originaria y su plan de paz de 1991, que contemplaba el despliegue de una Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum del Sahara Occidental (MINURSO). De poco han servido en la práctica los buenos oficios de los enviados especiales onusianos, incluyendo el llamado Plan Baker (validado por el Consejo de Seguridad en julio de 2003), ante la cerrazón marroquí a aceptar la idea de una consulta popular de autodeterminación, incluso tras haber logrado la aceptación a su propuesta para permitir la participación de muchos de los colonos que había ido instalando en el territorio ocupado.

De hecho, desde 2008, las sucesivas resoluciones del Consejo de Seguridad han dejado incluso de hacer mención al referéndum, asumiendo de facto la postura marroquí expresada por su monarca en 2004 y la cual ofrece una autonomía limitada a los saharauis bajo soberanía marroquí. Además, desde mayo de 2019 sigue vacante el puesto de enviado especial para el Sahara, como clara señal del desinterés en la búsqueda de soluciones al conflicto.

Saharauis

Para los saharauis, divididos entre los que siguen habitando la zona ocupada por Rabat y los que optaron por convertirse en refugiados en la hamada argelina de Tinduf, ni el liderazgo agonizante del Frente Polisario (creado en 1973) ni la creación, en 1976, de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD, miembro de la Unión Africana, pero no reconocida por la ONU) les han permitido ejercer su derecho a optar por un Estado propio. Aquellos que habitan lo que Marruecos denomina «provincias del sur» sufren una marginación visible y los que malviven en los campamentos de Tinduf apenas encuentran asideros mínimamente sólidos para cubrir sus necesidades básicas (dependientes de una caridad internacional menguante).

En el terreno militar, como se ha demostrado tras la declaración de «guerra total» proclamada por el Polisario el pasado 14 de noviembre tras una acción militar marroquí que quebró el alto el fuego de 1991, es inevitable concluir que no cuentan con medios suficientes para contrarrestar el poder de las Fuerzas Armadas Reales. Y en campo diplomático es igualmente obvio que se han quedado prácticamente solos (con Argelia como último sostén), sin apoyos que les permitan compensar mínimamente lo que Rabat acumula, con Estados Unidos y Francia a la cabeza. Un apoyo que le ha servido también para lograr que la MINURSO nunca haya tenido el mandato para vigilar el respeto de los derechos humanos en su área de responsabilidad.

Marruecos

Para Marruecos, la soberanía sobre ese territorio constituye uno de los pocos puntos de confluencia de todas las voces sociales y políticas del país, al margen de que incluso el Tribunal Internacional de Justicia ya dictaminara en 1975 que no había vínculos de soberanía entre el Sahara y el reino alauí. Aun así, la corona ha logrado sumar adeptos a la causa y convertirla en pilar fundamental de la agenda nacional y en punto de anclaje de la propia monarquía. A eso se suma un considerable esfuerzo inversor para explotar (con la connivencia activa de la Unión Europea en sus acuerdos de pesca y agrícolas) los recursos de la zona, que ya controla en un 80%, parapetados por los 2.700km de muros construidos hasta 1991 al hilo de sus campañas militares.

Gracias a su superioridad militar (con unos 100.000 efectivos desplegados), a la colaboración de los centenares de miles de colonos allí ubicados y al creciente apoyo internacional recabado a lo largo de los años, Rabat entiende que el tiempo corre a su favor. Y el regalo de Donald Trump en forma de reconocimiento de la soberanía marroquí es lo que le ha hecho crecerse hasta el punto de animarse a dar un paso que creía definitivo para convencer a propios y extraños de su voluntad soberana. Es en ese contexto en el que hay que entender la crisis política que Mohamed VI ha decidido provocar desde hace unas semanas, jugando con la vida de su propia gente y haciendo aún más visible la miseria a la que los condena.

España

Para España, junto a la persistencia social de una postura mayoritariamente prosaharaui, la posición de los sucesivos gobiernos ha ido basculando desde un intento inicial de cumplir con lo acordado en Madrid y en línea con las directrices de la ONU, hasta la actual posición más promarroquí, aunque las apariencias puedan indicar lo contrario.

Durante décadas, España se ha escudado en una posición formal de «neutralidad activa», lo que implica ajustarse estrictamente a lo que determine la ONU, sabiendo que dicha instancia es, en términos reales, inoperante. En realidad, esa posición, que supone de paso una dejación de responsabilidad histórica con una población que ha quedado abandonada a su suerte, apenas escondía el cálculo de que mientras se prolongue el conflicto y Marruecos esté tan embebido en imponer allí su dictado, menor será la presión sobre Ceuta, Melilla y resto de territorios españoles en el norte de África (todos ellos reclamados por Rabat, sin olvidar las Canarias).

En esta última década, sin embargo, esa posición ha dado paso a otra que, a cambio de lograr la colaboración de Rabat en la lucha contra el terrorismo yihadista, el narcotráfico y la emigración irregular, se muestra dispuesta a ir olvidando la causa saharaui, reducida a una residual cuestión humanitaria. Y así, cayendo en un recurrente chantaje propiciado desde Rabat, España ha quedado expuesta tanto ante su propia población, que aún tiene memoria de lo ocurrido, como ante Rabat, que no duda ahora en presionar aún más para lograr definitivamente inclinar la balanza a su favor.

Pierde así el derecho internacional, la ONU y, sobre todo, la población saharaui; pero a estas alturas ya solo queda por ver hasta dónde resisten los refugiados de Tinduf antes de que finalmente el Polisario se vea superado por su propia gente o antes de que regrese a la mesa de negociaciones para aceptar el marco diseñado por Marruecos. Y hasta que llegue ese momento, desgraciadamente es fácil pronosticar que seguirá habiendo más decepciones y más sufrimiento.

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