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Sanciones internacionales: una espada de doble filo

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Para el Equal Times.

Corea del Norte, Irán, Rusia, Venezuela son solo algunos de los países que actualmente están sometidos a sanciones impuestas por diferentes organismos internacionales o países. En cualquiera de sus diversas formas, las sanciones arrastran desde hace tiempo una pésima imagen al considerar, en términos generales, que no solo no logran resultados sino que, además, aun con el argumento de proteger a los débiles terminan por causar mucho más sufrimiento a la población civil que a los responsables políticos y económicos a los que, en principio, van dirigidas. Sin embargo, a pesar de esa generalizada opinión negativa, es un hecho que se recurre cada vez más a ellas.

Por una parte, eso puede significar simplemente que —ante la considerable dificultad para lograr un consenso sobre la conveniencia o la necesidad de aplicar la fuerza, y la consiguiente voluntad política para implementar sobre el terreno lo que se apruebe en un texto más o menos rotundo— se prefiere rebajar el nivel de ambición y optar por cualquiera de las modalidades de sanciones existentes en el intento por resolver una situación que atenta contra la paz y la seguridad internacional.

Por otra, también puede entenderse como el resultado de un creciente convencimiento de que, bien definidas e implementadas, pueden ser un buen instrumento en el amplio abanico de medios con los que se cuenta para resolver los problemas que pueda plantear un Estado que rompa las reglas de juego internacionales, un grupo no estatal o individuos implicados en violaciones sistemáticas de los derechos humanos, en actividades terroristas o en comercios ilícitos.

Pero también cabe suponer que ese inicial juicio crítico responde a que quizás no se están midiendo bien sus resultados, demasiado lastrados por el escaso balance cosechado con las que se aprobaron hasta la segunda mitad de los años noventa del pasado siglo.

Redefinición de las sanciones: ¿menos efectos colaterales indeseados?

Así, cabe recordar que en una primera y larga etapa las sanciones se reducían prácticamente a la imposición de embargos contra determinados países (sirvan los casos de Rodesia —por parte del Consejo de Seguridad de la ONU— y Cuba —por parte de Estados Unidos— como ejemplos clásicos). De hecho, el bloqueo estructural del propio Consejo de Seguridad, derivado fundamentalmente de las tensiones entre Moscú y Washington, y la mayor inclinación al uso de la fuerza en la época de confrontación bipolar hicieron que en aquellos más de cuarenta años apenas en dos ocasiones se llegó a adoptar ese tipo de decisiones (Rodesia, en 1966, y Sudáfrica, en 1977). Se trataba de sanciones indiscriminadas, a las que también recurría ocasionalmente la Comunidad Económica Europea y, más frecuentemente, países como Estados Unidos, que acababan provocando muchos mayores sufrimientos en la población que en los gobernantes cuyo comportamiento se pretendía cambiar (sin lograrlo en la inmensa mayoría de las ocasiones).

Pero hay que reconocer que desde aquella época se ha producido un giro considerable, tanto en las modalidades empleadas como en los objetivos perseguidos, sin que nada de eso signifique que se ha logrado cosechar un éxito total o que se haya evitado completamente los efectos colaterales indeseados que castigan desproporcionadamente a la población civil.

 Hoy las sanciones —de la ONU a Irak, Irán, Líbano, Libia, Malí, República Centroafricana, República Democrática del Congo, entre otros; o de la UE a Bielorrusia, Birmania, Burundi, China, Egipto, Estados Unidos, Haití, Rusia, entre otros— se entienden como medidas coercitivas que se aplican a gobiernos, grupos no estatales e incluso a personas físicas cuyas actividades suponen una amenaza a la paz, sobre todo con la intención de resolver conflictos, evitar la proliferación armamentística, luchar contra el terrorismo, promover la democracia y el respeto de los derechos humanos y, más recientemente, proteger a civiles. Por otra parte, ya no se limitan solo ni prioritariamente a forzar un cambio de comportamiento (coercing), sino también a reducir su capacidad de maniobra (constraining) y a denunciarlos públicamente (signalling). Como una opción previa o sustitutiva del uso de la fuerza, van desde los ya mencionados embargos hasta las restricciones de movimientos de determinadas personas fuera del país, la prohibición de actividades comerciales de exportación e importación y las medidas financieras (incluyendo la congelación de activos bancarios). Idealmente buscan maximizar el impacto sobre determinados actores, procurando minimizar el efecto sobre el resto, y aunque habitualmente usan para ello mecanismos económicos, su intencionalidad es siempre política.

Para ello la ONU, que desde el fin de la Guerra Fría ha aprobado 14 sistemas de sanciones, echa mano de los artículos 39 y 41 del capítulo VII de su Carta fundacional. Por su parte, la Unión Europea, que lo ha hecho en 35 ocasiones —catorce de ellas son meras transposiciones de las aprobadas en la ONU, seis añaden sanciones complementarias a las anteriores y otras catorce son propias de la Unión— desde la entrada en vigor del Tratado de Maastricht (1993), las entiende como un instrumento jurídico de la Política Exterior y de Seguridad Común (recogido en el artículo 21 del Tratado de la Unión Europea y en el 215 del Tratado de Funcionamiento de la UE) para cuya aprobación se necesita la unanimidad del Consejo Europeo. Estados Unidos, por su parte, ha utilizado más de 50 veces este instrumento desde 1979 (Irán), sea por iniciativa del Congreso o de la Casa Blanca, abusando en no pocas ocasiones de su poder fáctico para tratar de imponer extraterritorialmente sus propias normas al resto de países con objetivo de castigar a terceros.

Si solo se toma en cuenta el escaso número de veces en los que las sanciones han logrado modificar radicalmente el comportamiento del actor afectado y la existencia de innegables costes que, en ocasiones, superan a los supuestos beneficios obtenidos, la tentación inmediata sería reclamar su eliminación.

Pero actuar de este modo supondría perder un instrumento que, con todas sus variantes, resulta necesario en manos de la comunidad internacional para mejorar el nivel de cumplimiento de las reglas que gobiernan el mundo. De otro modo, estaríamos dejando todo el campo de acción política subordinado a lo que logren los buenos oficios de la diplomacia o condenándonos a un empleo de la fuerza que, idealmente, solo debe entenderse como un medio de último recurso. Además, olvidaríamos que, por sí solas, las sanciones difícilmente pueden pretender cambios de comportamiento, sino que, como nos enseña la experiencia más reciente, lo que se debe buscar con ellas es contribuir en mayor o menor medida a la protección de los valores y principios recogidos en el derecho internacional, la paz, la consolidación de sistemas democráticos y del Estado de Derecho y el respeto pleno de los derechos humanos.

En todo caso, también es cierto que necesitan una reformulación para encontrar un mejor equilibrio entre el castigo que incorporan y las garantías procesales y jurídicas de toda persona que pueda verse afectada directamente por ellas. Asimismo, es imprescindible mejorar sus sistemas de aprobación e implementación para lograr el mayor consenso posible, evitando que haya vías de escape para el infractor, aprovechando los intereses espurios de quienes quieran obtener alguna ganancia de su imposición. Eso supone aceptar, igualmente, que no hay un sistema de sanciones de validez universal y que, en cada caso, habrá que analizar con precisión cuál es la modalidad que puede lograr mejores resultados y durante cuánto tiempo se prevé su aplicación. Y, por supuesto, también es preciso evitar a toda costa que la sanción acabe teniendo efectos humanitarios indiscriminados, identificando de manera inequívoca al infractor y preservando de manera clara los derechos del resto de la población.

Desgraciadamente, mientras esperamos a que esas propuestas de reforma se concreten algún día, todavía existen ejemplos, como los de Venezuela o Irán en la actualidad, que parecen caminar hacia atrás. En ambos casos es difícil evitar la sensación de que lo que se hace pasar por sanciones asépticas es, en realidad, la aplicación de una estrategia de acoso y derribo que busca de manera apenas disimulada la caída de sus respectivos gobiernos, castigando a la población civil en mitad de una pandemia. Sin caer en el error de exonerar a gobernantes que acumulan muchas asignaturas pendientes con sus propias poblaciones, es obvio que Washington es el mayor responsable de esta actitud. Pero eso no rebaja la que acumulan, por acción o por omisión, muchos otros gobiernos (incluyendo al conjunto de la Unión Europea), tanto por no señalar a quien lidera esa estrategia, como por dejar de cumplir sus compromisos, al tiempo que pretenden presentarse como defensores sinceros del derecho internacional y de los derechos humanos.

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