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La encrucijada yemení

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El presidente Obama ha nombrado a Yemen en sus dos primeros discursos de 2010, al tiempo que el primer ministro británico, Gordon Brown, ha convocado una cumbre internacional sobre Yemen paralela a la que ya está organizada sobre Afganistán el próximo 28 de enero.

Este inusitado protagonismo del país árabe responde a los vínculos encontrados entre el ciudadano nigeriano que intentó atacar un vuelo comercial con dirección a Detroit y el grupo terrorista Al-Qaeda en la Península Arábiga (AQPA), activo principalmente en Yemen. Es necesario, sin embargo, explorar más profundamente la relación de Yemen con AQPA y el papel de este nuevo actor en una lucha contra el terrorismo que Estados Unidos había basado de manera casi exclusiva en Afganistán.

Yemen parece cada día más un Estado fallido. Desde hace años el régimen de Ali Abdullah Saleh es incapaz de satisfacer las necesidades básicas de sus ciudadanos. Los yemeníes carecen de seguridad, representación y desarrollo, siendo la falta de seguridad el aspecto que mejor está aprovechando Al-Qaeda y otros grupos insurgentes que desafían el supuesto legítimo monopolio del Estado sobre el uso de la fuerza. Desde la reunificación de Yemen del Sur y del Norte, en 1990, el país se ha visto sumido en casi una constante guerra civil de baja intensidad, con diferentes grupos armados luchando contra el poder central de Saná. En especial, cabe destacar el movimiento Houthi, de adscripción chií y con posibles vínculos con Irán, que reclama desde 2004 un mejor trato para los chiíes (cerca de la mitad de la población total de Yemen). Al activismo del movimiento Houthi se añade en los últimos tiempos el renacimiento de los movimientos independentistas del Sur, tras un largo paréntesis desde la unificación del país. El complejo balance de poder que desde 1990 ha orquestado Saleh con las diferentes tribus yemeníes, en un contexto de notable deterioro económico y social, ha derivado en un creciente protagonismo de estos grupos armados. A todo esto se suma una tradicional inclinación hacia la resolución de los problemas por vía violenta, incentivada aún más por la experiencia de los combatientes yemeníes (y de otras nacionalidades) que regresaron del Afganistán ocupado por los soviéticos en los años 80 del pasado siglo.

En el ámbito económico, el país se aleja cada vez más del modelo que sigue la mayoría de sus vecinos. Yemen posee pequeñas reservas de petróleo que, según los expertos, pronto se agotarán. Además, Saná puede convertirse en la primera gran ciudad de la región que se quede sin agua. En esas condiciones, y con unas infraestructuras básicas escasamente desarrolladas, muchos analistas consideran que la economía yemení colapsará, alimentando más si cabe un escenario ya de por sí altamente desestabilizador. En definitiva, la combinación de un panorama político bloqueado en manos de una elite amenazada por diversos enemigos internos, una débil economía que no provee oportunidades de desarrollo y empoderamiento a sus ciudadanos y una estructura demográfica que deja a un alto porcentaje de jóvenes sin trabajo basta, sin lugar a duda, para hacerse una idea sobre el peligro al que se enfrenta el país y, en paralelo, sobre la facilidad de reclutamiento que diferentes grupos armados pueden tener en una sociedad como ésa.

En el terreno de la seguridad, la guerra contra el movimiento Houthi y la represión contra los independentistas del sur no pueden hacer olvidar los íntimos vínculos del gobierno con movimientos afines a Al-Qaeda. Muchos de los yemeníes que lucharon en Afganistán contra la URSS son hoy líderes de movimientos salafistas o se encuentran en posiciones de poder dentro de las propias fuerzas armadas. El gobierno de Saleh ha venido utilizando a estos grupos como milicias armadas ad-hoc, en estrecha colaboración con sus fuerzas regulares, lo cual les confiere un creciente poder en un Estado incapaz de controlar la totalidad de su territorio. El uso de milicias cercanas a Al-Qaeda por parte del gobierno ha otorgado una fuerza y legitimidad inusual a este movimiento en el país. Al-Qaeda en la Península Arábiga ha establecido su base central en Yemen, desde donde lanza ataques tanto contra intereses occidentales en Yemen como contra el gobierno de Arabia Saudí (uno de los mayores instigadores, a su vez, de la creciente militancia fundamentalista en Yemen, con su empeño por imponer su imagen del Islam wahabí a una población que aunque es famosa por su rápida conversión al Islam siempre ha profesado una visión mucho más laxa que la saudí). Aunque una considerable parte de la población yemení es sufí- quizás la versión del Islam más alejada del fundamentalismo- la presión doctrinaria saudí se ha dejado notar en ciertos aspectos de la vida yemení. Así, la visión wahabí se ha extendido en mezquitas y grupos de rezo en Yemen y ésa es, de hecho, una de las razones usadas por el líder del movimiento Houthi, Hussein Badreddin Al-Houthi, para justificar su insurrección. En estas condiciones, el colapso al que parece que Yemen se asoma sería, sin duda, una significativa amenaza a la seguridad regional e internacional

Ahora, el renovado interés de las potencias occidentales por Yemen sitúa al gobierno local en una encrucijada, ya que si desea seguir disfrutando del beneplácito de las grandes potencias tendrá que luchar frontalmente contra estos grupos. Si opta por seguir esta línea- como parece indicar la sucesión de operaciones militares desencadenadas el pasado diciembre-, el gobierno de Saná puede encontrarse solo frente a la amenaza múltiple que representan grupos como Houthi y los rebeldes del Sur, junto a los de otros grupos salafistas y los vinculados a AQPA en gran parte del país. Pero, si no lo hace- en un intento por salvaguardar su propio poder, aceptando algún tipo de compromiso con ellos-, se arriesga a la marginación o al castigo, en una situación que corre el riesgo real de escapar a su control. En estas circunstancias, la comunidad internacional también se enfrenta a una disyuntiva entre el lanzamiento de operaciones militares en fuerza en territorio yemení o el apoyo económico y político a un gobierno con escaso crédito como socio fiable. La primera alternativa debe ser descartada de inmediato, tanto por la imposibilidad de llevarla a cabo (cuando otros frentes como Afganistán o Iraq siguen todavía abiertos) como por el peligro de activar aún más dinámicas violentas en una zona estratégicamente tan sensible. Solo queda, por lo tanto, la segunda, en el marco de una actuación global que cuente con la participación de todos los actores regionales sin distinción y que establezca mecanismos de condicionalidad orientados hacia la reforma de un régimen manifiestamente mejorable tanto en el orden social, como en el político o económico. Lo que no cabe, en ningún caso, es asistir impasibles al colapso de un Estado que, junto con el que presenta su vecino somalí, podría plantear un grado de desestabilización insoportable para la región.

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