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Terrorismo en el Sahel

(Para ABC)

Texto publicado en ABC, el pasado domingo 1 de marzo,  a partir de extractos del libro “Terrorismo internacional en África. La construcción de una amenaza en el Sahel”, escrito por Jesús A. Núñez Villaverde,  Balder Hageraats y Malgorzata Kotomska; miembros del IECAH.

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(Para ABC)

El Sahel, esa región situada entre el Sahara y África central, es una especie de «agujero negro» del que lo desconocemos casi todo sobre su realidad social, política y económica. Sin embargo, allí confluyen fuertes y complejos intereses internacionales que, en opinión de los autores de esta obra, han contribuido a dar la respuesta equivocada al fenómeno terrorista en la zona

El terrorismo internacional, tal como se concibe hoy, no requiere estructuras o jerarquías bien definidas, no necesita campos de instrucción permanentes ni militantes identificables permanentemente como terroristas. El terrorista ni siquiera necesita integrarse formalmente en un grupo (sea Al Qaeda o cualquier otro); puede ser un granjero, un panadero o un millonario saudí durante prácticamente toda su vida hasta que se activa para cometer un atentado. Casi lo mismo se puede decir sobre los grupos terroristas: Hamás o Hezbolá están, al menos, tan involucrados en actividades de apoyo social a «sus» poblaciones como en su acción política o en la planificación y ejecución de atentados contra sus enemigos. En ese sentido, luchar contra el terrorismo y erradicarlo es simplemente imposible, y si se mide el éxito de las operaciones contraterroristas en el Sahel en estos términos, su fracaso ya está asegurado de antemano.

Sin embargo, está claro que sí existen grupos que emplean frecuentemente, o incluso en exclusiva, el terrorismo como su forma de acción preferente, y que su mera existencia conforma una grave amenaza para la seguridad de algunos territorios. En el contexto de nuestro análisis, los dos ejemplos más obvios son Al Qaeda y el Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC). En enero de 2007 este último cambió su nombre por el de Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI), aunque ya tres años antes había anunciado su lealtad a la causa de Al Qaeda. Estos dos grupos son la cara (más o menos) visible del fantasma del terrorismo en el Sahel, convertidos por tanto en los antagonistas por excelencia de EE. UU. y de los gobiernos locales en esta historia.

Desgraciadamente Al Qaeda es suficientemente conocido y, por tanto, no necesita una presentación muy detallada. Lo que aquí cabe destacar, sin embargo, es que su unión con el GSPC -anunciada por Ayman al-Zawahiri, colíder de Al Qaeda, en septiembre de 2006- debe entenderse como un paso normal en su estrategia terrorista, estableciendo alianzas con grupos locales, bien asentados en sus territorios de referencia y con contrastada capacidad operativa, lo que le permite ampliar notablemente su radio de acción y reservarse un papel de animador de la violencia más que de ejecutor directo. Esto, por añadidura, hace aún más difícil la lucha contra una organización tan diversificada y descentralizada.

El GSPC fue fundado por Hassan Hattab, un comandante regional del Grupo Islámico Armado (GIA) argelino, que rompió con el GIA en 1998.

Las estimaciones sobre el número de sus miembros activos varían desde algunos centenares hasta los 4.000 (BBC, 2005), en un nuevo ejemplo de las dificultades para determinar el grado y alcance de la amenaza terrorista tanto en Argelia como en términos más generales. Esta complejidad se acentúa todavía más por la existencia de grupos disidentes dentro del GSPC; con uno de ellos, liderado por Amari Saifi (alias Abderrazak «El Para»), acusado de ser responsable del secuestro de 32 turistas europeos en 2003.

Aunque los fundamentos del GSPC siguen firmemente basados en Argelia, la naturaleza de su lucha -contra un régimen apoyado por Occidente y considerado antiislamista- tiene mucho en común con la de otros grupos terroristas de la región, y esto parece haber incrementado su atractivo a los ojos de Al Qaeda, facilitando de ese modo el proceso para su integración en la organización y una cierta internacionalización de sus actividades incluso, supuestamente, hasta el Sahel y el territorio europeo. Su objetivo principal es el establecimiento de un califato islamista, aunque sus portavoces asumen que esto, por ahora, sigue siendo un sueño a (muy) largo plazo, lo que les lleva a concentrarse en objetivos más concretos, como la lucha contra los regímenes islámicos, a los que califican de decadentes y corruptos, y contra sus aliados occidentales.

Después de las persecuciones que el grupo ha sufrido en Argelia parece haber encontrado espacio de movimiento en Malí y Mauritania, algo que ha aumentado la preocupación sobre el Sahel como nuevo frente de la guerra contra el terrorismo. Además, existen indicios de que se haya llegado a establecer algún tipo de cooperación entre el AQMI y grupos locales como los Tablighi. Sin embargo, conviene manejarse con cautela en este tema, para no dar por hecho que esto signifique que esos otros grupos locales también forman parte de la red terrorista internacional. Aunque el discurso liderado por Washington sigue insistiendo en que cualquier actor que apoya a los terroristas es también parte del enemigo, la realidad es bien distinta y no encaja en esta visión simplista. Exactamente por su propia naturaleza, hay multitud de organizaciones e individuos vinculados, en una graduación muy diversa, con grupos terroristas que no por ello pueden calificarse en sí mismos como violentos. Este es, por ejemplo, un problema bien evidente en las provincias del noroeste de Paquistán, cuando se trata de actuar contra Al Qaeda atacando directamente a los grupos locales como si todos fuesen parte de la red terrorista. Si se sigue este patrón de comportamiento, se puede caer en el mismo error en el Sahel.

Lo que sí es verdad es que las redes terroristas -especialmente aquellas que están bien financiadas- suelen aprovecharse de la situación de exclusión (económica, cultural o de cualquier otro tipo) de individuos o colectivos en el seno de sus sociedades de referencia para reclutar entre ellos a simpatizantes, militantes o combatientes que les permitan reforzar así su capacidad operativa. Esta es exactamente una de las grandes -y plenamente justificadas- preocupaciones sobre el Sahel: tanto étnica como económicamente hay serias fracturas en la práctica totalidad de los países de la zona, lo que los convierte en zonas potencialmente prometedoras para grupos como AQMI.

Resumiendo, la amenaza terrorista en el Sahel es una realidad en alza, que presenta muchas caras y perfiles todavía desconocidos en parte. La personificación más clara a día de hoy es AQMI, aun cuando en puridad se trata de un grupo que, como su propio nombre indica, sigue centrando su actividad en el Magreb y no el Sahel (aunque también es evidente, como ya hemos reflejado con anterioridad, su tendencia a ampliar el radio de acción de sus actividades). Esto no significa que excluir a este grupo de cualquier lista supusiera el fin del terrorismo en el Sahel. Conviene insistir, en todo caso, que son muy pocas las pruebas para confirmar la idea de que el Sahel constituye ya hoy un frente principal de la «guerra contra el terror». Frente al empeño de algunos por crear una alarma que justifique una respuesta en fuerza, siguiendo las directrices militaristas de la «guerra contra el terror», resulta adecuado recordar que nos estamos refiriendo a una dinámica preocupante, pero no inminente, rodeada de muchas preguntas por contestar. Esto aconseja, cuando menos, aplicar el principio de precaución y activar otros mecanismos no militares en primera instancia; todo ello para evitar que ese delicado equilibrio regional termine por inclinarse hacia la violencia, retroalimentada por quienes en ella habitan y por quienes tienen intereses en dominarla de un modo u otro. Es previsible, a corto plazo, que el fantasma de la amenaza terrorista en el Sahel no vaya a desaparecer; antes al contrario, aumentará si no se adoptan políticas de cooperación sólidas que busquen eliminar las causas que la promueven. Aunque solo sea desde una perspectiva egoísta, ése es también nuestro reto, en tanto que esa amenaza no solo afecta a los habitantes de la región o del Norte de África sino también a quienes residimos en la orilla norte del Mediterráneo. (…)

Estados Unidos es quizás el único actor verdaderamente global, en el sentido de que tiene intereses en todas las regiones del mundo; por lo tanto, cualquier actividad de la «guerra contra el terror» en el Sahel, como ocurre en cualquier otro lugar, debemos entenderla como integrada en una agenda mucho más amplia y compleja.

Tradicionalmente esto se interpreta como defensa de intereses geopolíticos, pero en nuestros días hay que entenderlo cada vez más como intereses geoeconómicos. Sin embargo, el Sahel -como región olvidada en la agenda internacional y una de las más pobres del mundo- no es a primera vista una prioridad económica. Como ejemplo, baste decir que las inversiones directas en el conjunto de los países africanos subsaharianos representa menos de un 1 por ciento del total para EE. UU.

Control del gas y el petróleo

Lo que sí reviste más importancia en el caso del Sahel es el tema de la seguridad energética o, dicho de otra manera, el control de fuentes petrolíferas y de gas natural. En la medida en que el abastecimiento de esos productos desde los exportadores tradicionales es cada vez menos seguro, y dado el aumento dramático de la competencia global desde China, India o Corea del Sur, la búsqueda de nuevas fuentes ha ganado en importancia bajo la Administración Bush. En el Sahel hay varios países (Malí, Chad) que parecen tener posibilidades importantes para la exploración de estos recursos naturales, pero el énfasis en la región está centrado principalmente en el Golfo de Guinea. Se espera que las importaciones de EE UU desde la zona aumenten desde el 15 por ciento actual del total hasta un 25-35 por ciento en 2025. Otro ejemplo viene dado por la decisión de Chevron, que ha invertido en Nigeria más de 4.000 millones de euros para hacerse con el 15 por ciento de las reservas del país (García Cantalapiedra, 2007). En total, las empresas energéticas estadounidenses han invertido en estos últimos años unos 21.000 millones de euros en la extracción de petróleo, y tienen previsto otros 42.000 más, lo cual representa casi un 75 por ciento de todas las inversiones estadounidenses en el continente africano.

Directamente vinculada con esa prioridad por asegurarse la estabilidad del aprovisionamiento de recursos energéticos está el tema de la influencia política en la región. Aunque no se puede negar la buena voluntad de muchas de las actividades estadounidenses relacionadas con educación, sanidad, buena gobernanza y democratización, tampoco se pueden desvincular todos esos esfuerzos del interés por incrementar el control político sobre la región. El Sahel es una de las regiones del mundo que todavía está en el limbo geoestratégico, por cuanto no está todavía controlada directamente por ninguno de los grandes actores, pero es bien evidente el creciente deseo que algunos de ellos tienen para hacerse con esos países, con el fin de satisfacer sus propias necesidades y ejercer un control hegemónico en su competencia con los demás rivales.

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