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El abismo que viene

Para El País.

El tándem entre Ghani y Abdulá no logrará la paz social.

Tras la misión de la OTAN en Afganistán, ISAF, y echando mano del ilusorio estancamiento que provoca cada nuevo año —entendido equivocadamente como sinónimo de cambio y hasta de mejora— se nos quiere convencer de que Afganistán ha dejado atrás el conflicto para iniciar una etapa de consolidación democrática. Para hacer creíble esta ensoñación no hay reparo en inflar los logros acumulados desde octubre de 2001 —con la Operación Libertad Duradera, complementada inmediatamente por ISAF— y en aligerar hasta el extremo las asignaturas pendientes.

Así, se hace pasar el derribo del régimen talibán y la eliminación de Bin Laden por la derrota del enemigo cuando resulta bien evidente que hoy no solo Al Qaeda sigue activa, sino que a ella se han sumado yihadistas, talibanes, señores de la guerra y criminales de muy variado pelaje. El simple dato de que 2014 ha sido el año más violento da una idea cabal de la insostenibilidad de un argumento que, ya puestos, también pretende hacer pasar a las fuerzas armadas y de seguridad afganas por poco menos que marines estadounidenses, cuando es inocultable su inoperatividad, su corrupción y su alto nivel de deserciones.

El tándem entre Ghani y Abdulá no tiene medios para lograr la paz social

Asimismo, se presenta el mero relevo en la presidencia como una prueba definitiva de la superación del sectarismo y las fracturas —más étnicas que religiosas— que han lastrado el desarrollo afgano desde su nacimiento. Interesa recordar que la economía sigue bajo mínimos, con el narcotráfico como única fuente significativa de ingresos —tanto para los gobernantes como para los violentos—, y que en las condiciones actuales es improbable que los inversores internacionales lleguen a materializar sus proyectos de explotación de los recursos naturales. En otras palabras, el muy inestable tándem Ghani-Abdulá no tiene los medios necesarios para comprar la paz social —atendiendo las necesidades básicas de la población—, para neutralizar a sus rivales y enemigos con ofertas atractivas y, mucho menos, para financiar el coste de su policía y Ejército —unos 5.000 millones de dólares anuales que, idealmente, deben llegar principalmente de Washington.

Del mismo modo, se prefiere creer que finalmente Pakistán va a colaborar seriamente en desmantelar el entramado talibán activo a caballo de la frontera común, como si el impacto de la reciente matanza de niños en Peshawar bastara para eliminar, como por ensalmo, la densa desconfianza mutua y el cálculo geopolítico que lleva a Islamabad a preferir un Afganistán debilitado.

Por último, se procura hacer pasar la Operación Apoyo Resolutivo por una simple tarea de instrucción y asesoramiento, cuando en realidad asume también operaciones de combate. Y todo ello con apenas 14.000 efectivos y no precisamente contra un enemigo en desbandada, sino tan crecido como para rechazar la oferta de un trozo de la tarta del poder —convencido de que puede quedársela entera—. En definitiva, solo en el mejor de los casos —implementación del compromiso financiero y militar de Washington y otras capitales, fragmentación del entramado talibán, decidida cooperación paquistaní, implicación positiva de China, India e Irán…— conseguirá Afganistán no caer aún más abajo en el abismo. Pero eso parece más una carta a los Reyes Magos.

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