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Cuando la verdad ofende

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A 97 años del genocidio armenio, Turquía sigue aún obstinada en desmentir los hechos que culminaron en el exterminio de un millón y medio de personas, negando así una más que necesaria reparación para las denostadas víctimas de la masacre. La reciente aprobación de la ley de penalización del negacionismo en Francia, que criminalizaba la negación del genocidio y pretendía zanjar la cuestión sobre la existencia o no del mismo, suscitó una polémica jurídica en el seno de la comunidad internacional acerca de la necesidad de legislar para hacer cierto el reconocimiento de un hecho histórico. La aprobación de la ley supuso, además, un grave conflicto político y diplomático, que llegó a enfrentar públicamente a los países implicados, Turquía y Francia, y que finalmente culminó con la declaración de inconstitucionalidad de dicha ley por parte de los tribunales franceses.

El gesto de la medida legislativa promovido por Francia- que finalmente ha quedado totalmente descafeinado-, aunque más simbólico que reparador, supone un paso relevante en el camino hacia el reconocimiento final de la realidad acerca del genocidio armenio. A día de hoy, sólo 20 Estados reconocen formalmente su existencia. Del resto de la comunidad internacional, algunos han decidido no pronunciarse por simple conveniencia o por salvaguardar intereses económicos con Turquía, mientras que otros se decantan simplemente por condenar los hechos sin mencionar la palabra «genocidio» (por miedo a no despertar exigencias de reparación por actos propios que puedan asimilarse a los hechos calificables como delito de genocidio). La adopción de medidas legales en este sentido, pretende reforzar este reconocimiento y a la vez servir de ejemplo para instar al resto de naciones a tomar decisiones similares.

Es preciso aclarar que la adopción de la ley no pretendía reescribir la historia ni establecer una voluntad de Estado, sino simplemente ofrecer una reparación histórico-jurídica a la memoria de los muertos y a sus descendientes, amparando por un lado a las personas que se puedan ver injuriadas públicamente por este hecho, y sancionando por el otro a los negacionistas con ínfulas de historiadores que pretenden negar lo innegable.

Los detractores de la ley intentaban simplificar el trasfondo de la misma calificándola de liberticida y dificultosa para el normal desarrollo del trabajo de los historiadores. Pero es difícil imaginar que cualquier historiador serio pueda negar una realidad tan contrastada como la del genocidio armenio. Existen numerosos precedentes de leyes similares- como las que castigan la negación de los genocidios, incluido el armenio-, que ya fueron sancionadas por países como Suiza, Argentina y Uruguay. Además, existen otras leyes que sancionan cuestiones similares, tales como las expresiones xenófobas y racistas, y que, con el tiempo, se convirtieron en textos imprescindibles para la preservación de la convivencia pacífica en sociedad. Es lógico que si existe un consenso sobre las manifestaciones y comportamientos que son contrarios a la razón humana, se plasmen en un texto legislativo y se sancionen debidamente. De ahí la necesidad de adoptar una ley en este sentido, sin que eso signifique restringir la libertades de algunos, sino para ampliar las de todos.

Otra de las críticas que ha vuelto a suscitar la iniciativa francesa se ha centrado en la gravedad de las sanciones que imponía dicha ley, que iban desde un año de cárcel hasta 45.000 euros de multa. Pero quizás la crítica más fundada, fue la que se centró en que el texto legal no distinguía entre aquellos que negaban la existencia del genocidio sin más, por el mero hecho de fomentar el odio y la violencia, y aquellos que lo hacían con respeto hacia las víctimas, sobre la base de una investigación académica. Si bien el objetivo vendría a ser el mismo- negar el genocidio-, las formas obligaban a una revisión del texto inicial, para reducir o incluso eximir de la imposición de penas, según sea el caso, pero no para invalidarla por completo.

En realidad, la verdadera preocupación del gobierno turco sobre este asunto deriva no tanto de la obtención de la razón en la discusión acerca de si se trató o no de un genocidio, sino del hecho de que el reconocimiento oficial del término obligaría al establecimiento de compensaciones económicas y territoriales para los supervivientes de la masacre y sus descendientes, cuestión que Ankara ha conseguido eludir con auténtica maestría.

Turquía niega de forma constante y rotunda que las muertes sucedidas en 1915 fueran el resultado de un plan organizado para eliminar a la población armenia, requisito imprescindible para considerarlas como un delito de genocidio. Lo que se pretende con dicha negación, es evitar ser identificada como la perpetradora de uno de los genocidios más importantes del mundo. Por tanto, la única opción que le queda es el rechazo total, tratando de imponer una supuesta «verdad oficial» que es articulada a través de una serie de artimañas, que van desde la discusión sobre las cifras reales (Turquía asegura que hubo entre 300.000 y 500.000 víctimas, cuando según los armenios la cifra se sitúa entre el millón y medio y los dos millones) hasta el intento de hacer creer que, en realidad, las muertes de civiles armenios se debieron a las luchas interétnicas, las enfermedades o el hambre.

Ante esta postura de oposición radical, son muchos los gobiernos nacionales que prefieren mirar hacia otro lado. Como se hace evidente en tantas otras ocasiones, la comunidad internacional maneja también en este caso un doble rasero, dando por hecho que existen víctimas a las que es necesario reconocer, y otras a las que se las puede dejar de lado. No deja de ser llamativo que incluso Israel, que sufrió el Holocausto, se niegue a reconocer el vocablo «genocidio» para reconocer las matanzas de armenios. Al final, la realpolitik vuelve a prevalecer sobre cualquier consideración moral o ética. Lo peor de esta actitud es que la negación no hace más que promover la aparición de nuevos crímenes.

Finalmente, la amenaza efectuada por Ankara de poner fin a las relaciones políticas, económicas y militares con París, ha tenido efecto. Una vez más, los intereses comerciales se imponen a la tan necesaria reparación de las víctimas. Pero más allá de todo ello, existe una verdad innegable, que debe ser reconocida. Es difícilmente justificable que hoy, 97 años después, no exista aún una condena unánime internacional que se pronuncie sobre el genocidio armenio. Se encuentra en juego la memoria histórica de un pueblo que tiene derecho a obtener reparación, si no económica, al menos moral e histórica.

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